Introducción
El tumor fibroso solitario constituye una neoproliferación fibroblástica de muy baja prevalencia. Los primeros casos fueron descritos en la cavidad pleural en 1931. Su localización peritoneal y epiploica resulta excepcional con una escasa documentación en la literatura[1].
Esta experiencia limitada en las series clínicas publicadas y la posibilidad de un comportamiento agresivo imprevisible, atribuido a las formas malignas[2], suscitan incertidumbre para consensuar una estrategia de actuación efectiva.
Presentamos una paciente asintomática con una tumoración epiploica de esta naturaleza que había sido diagnosticada de un posible tumor anexial maligno. Se realiza una revisión de sus características clínicas de acuerdo con los casos publicados y un análisis de los criterios de malignidad con objeto de establecer unas directrices de actuación terapéutica y seguimiento postoperatorio.
Caso clínico
Mujer de 53 años asintomática y sin antecedentes de interés que fue diagnosticada de una tumoración pélvica en una revisión rutinaria. En la exploración ginecológica se apreció una tumoración de apariencia sólida y móvil que parecía depender del anejo izquierdo. Una ecografía mostró una hipervascularización tumoral sugerente de malignidad.
El diagnóstico se completó con un estudio tomográfico abdominopélvico (Figura 1) que localizó una tumoración multilobulada hipercaptante de posible origen ginecológico. El estudio analítico y los marcadores tumorales (Ca 19,9: 6,3 U/mL y Ca 125: 5,4 U/mL) resultaron normales.
Fue intervenida con carácter programado encontrando una tumoración sólida entre un gran entramado vascular que dependía del epiplón mayor y ausencia de signos intraoperatorios de diseminación oncológica. Se practicó una omentectomía mayor con inclusión de la arcada gastroepiploica (Figura 2) y apendicectomía.
El estudio patológico reveló una tumoración encapsulada de 7x6,5 cm de aspecto polilobulado y consistencia firme con formaciones quísticas de contenido hemático. El análisis histológico, que objetivó dos mitosis por cada diez campos de gran aumento, se completó mediante una batería de marcadores inmunohistoquímicos que orientó hacia un origen mesenquimal (Figura 3). El diagnóstico definitivo fue tumor fibroso solitario de epiplón mayor.
La evolución postoperatoria transcurrió sin complicaciones y no ha presentado signos de recaída tumoral a los treinta meses de la resección quirúrgica.
Discusión
La carcinomatosis peritoneal representa la forma maligna más frecuente del epiplón mayor resultando poco habitual el diagnóstico de formas primarias peritoneales de índole epitelial o estromal. La denominación indistinta de tumor fibroso solitario o hemangiopericitoma encontrada en la literatura se debe a la descripción realizada por Stout[3] en 1942 sobre su origen en los pericitos que rodean los capilares. Sin embargo, sus características estructurales e inmunohistoquímicas revelan una implicación vascular primaria en menos de un tercio de los casos[4].
Estas formas tumorales suelen tener una apariencia sólida muy vascularizada con márgenes bien definidos. Su localización excepcional en el epiplón mayor y una disposición pélvica, muchas veces pedunculada, exige un alto nivel de sospecha diagnóstica ya que la ausencia de especificidad en los estudios de imagen puede sugerir otras tumoraciones más frecuentes. La tomografía axial computarizada (TAC) y la resonancia magnética (RM) se han postulado de gran utilidad para definir sus relaciones anatómicas pero no su filiación, ya que sus características morfológicas son muy variables dependiendo del grado fibrosis y celularidad que presenten, salvo que se identifique su arteria nutricia como signo diagnóstico orientativo[5], [6]. La expresión radiológica más frecuente suele ser una tumoración hipoecogénica e hipervascular en la ecografía doppler-color; que presenta un carácter pedunculado, escasa probabilidad de calcificaciones y densidad similar al músculo en la TAC. Los casos de predominio fibroso por riqueza de colágeno se manifiestan por una mayor hipointensidad en la señal T2 de la RM.
La morfología alargada de sus células a modo de huso debería plantear un diagnóstico diferencial con otras formas clínicas similares basado en una batería estandarizada de marcadores inmunohistoquímicos como c-Kit para el tumor de GIST, la desmina para los tumores miogénicos o la proteína S-100 para las neoformaciones neurogénicas[7]. No obstante, su positividad conjunta para CD34 y bcl-2 establecen el diagnóstico postquirúrgico con una elevada probabilidad debido a su expresión característica en esta forma mesenquimatosa[1], aspecto que no excluye la imprecisión en el diagnóstico preoperatorio debido a una orientación clínica poco acertada. La biopsia preoperatoria por aspiración con aguja fina presenta una efectividad práctica relativa al tratarse de un tumor con un componente fibroso variable que dificulta la toma de una muestra celular suficientemente representativa.
Por otro lado, suele tratarse de pacientes asintomáticos, como nuestro caso, aunque han sido descritos casos de ruptura y dolor abdominal por su efecto de ocupación intraabdominal[8]. Algunos autores han descrito la existencia de hipoglucemias asociadas a la síntesis tumoral de un factor de crecimiento similar a la insulina. La afectación femenina se sitúa en torno al 60% de los casos publicados con una edad de presentación variable (24 y 92 años) aunque alrededor de la mitad fueron diagnosticados entre la quinta y la séptima década de la vida[9] con predominio de la cincuentena.
La mayoría de los casos presentan características de benignidad pero casi el 25% tienen un comportamiento maligno por su invasividad y capacidad metastásica aunque la infiltración de estructuras vecinas y la afectación adenopática resultan excepcionales. La tasa de recurrencia para las formas extratorácicas se sitúa en el 6% con posibilidad de recaída años después de la cirugía inicial[2],[10].
Su tratamiento de elección es la resección quirúrgica con márgenes oncológicos negativos debido a su potencial maligno, aunque la inclusión de todo el epiplón mayor no parece que modifique el riesgo de recurrencia. Las características intrínsecas de la lesión no excluyen la posibilidad de un abordaje laparoscópico, incluso en las formas complicadas, con la misma radicalidad oncológica que la vía tradicional abierta[11].
El pronóstico de la enfermedad resulta difícil de determinar por el escaso número de pacientes documentados. No obstante, algunas revisiones retrospectivas estratifican su riesgo de metastatización en bajo, moderado o alto atendiendo a la edad, tamaño tumoral, índice mitótico y la existencia de células pleomórficas. La presencia de necrosis y hemorragia intratumoral también han sido implicados en un comportamiento más agresivo. En la Tabla 1 se describen los criterios clínico-patológicos más sobresalientes que definen su carácter maligno[1], [7], [12]. Desgraciadamente, no existe una buena correlación entre los hallazgos clínicos y morfológicos por cuanto que existen formas aparentemente agresivas que no recaen después de la resección y otras potencialmente benignas que recurren localmente o a distancia.
Los factores de riesgo con mayor probabilidad para un comportamiento agresivo son un tamaño superior de 10 cm con independencia del margen de resección, un elevado número de mitosis y los márgenes de resección positivos[13]-[15].
Tabla 1
En su expresión maligna, la tasa de recurrencia local y metastásica a los cinco años es del 29% y 34%, respectivamente; mientras que la supervivencia global atribuida a la enfermedad sin especificación de su localización tumoral se sitúa en 89% y 73% a los cinco y diez años de la resección quirúrgica. La efectividad de la radioterapia y quimioterapia como adyuvancia es incierta en la actualidad a pesar de haberse publicado cierta respuesta en algunos casos[13], [16]. Su caracterización vascular podría motivar un papel futuro de los inhibidores angiogénicos. La expresión c-Kit en muchas de las formas malignas sugiere la utilización de inhibidores de la tirosin-quinasa en el tratamiento de la enfermedad[7], [17].
En nuestro caso se decidió una omentectomía completa por la sospecha preoperatoria de malignidad y la imposibilidad de una filiación intraoperatoria exacta. El análisis de los factores de riesgo fue negativo para el índice mitótico del tumor, la existencia de necrosis y la afectación de márgenes de resección por lo que parece razonable considerar que nuestra paciente se encuadre en el grupo de bajo riesgo.
La incertidumbre del comportamiento biológico de estos tumores a largo plazo ha motivado que esta paciente haya mantenido un seguimiento oncológico en el tiempo, aunque el tamaño tumoral no alcanzara el criterio estricto de malignidad y las formaciones hemáticas intratumorales no expresaran con claridad una hemorragia previa.
Actualmente, no existe evidencia clínica suficiente para recomendar un seguimiento sistemático de estas pacientes en ausencia de factores de riesgo. El pobre valor predictivo de los biomarcadores existentes y la rentabilidad limitada de los estudios de imagen impide un diagnóstico precoz de las recaídas que modifique la historia natural de la enfermedad en las formas agresivas.
En nuestra opinión, estas limitaciones diagnósticas y la escasa correlación clínico-patológica para predecir su agresividad sólo justificaría un seguimiento postoperatorio, pactado con la paciente, en presencia de algún criterio de malignidad. En el resto de casos, no creemos que exista un claro beneficio en el pronóstico a largo plazo.